Estimadas familias, el jurado ha fallado y el cuento de nuestra alumna Raquel Ávila Piñuel ha sido la ganadora en la categoría de bachillerato. Estamos muy orgullosos de ti y desde aquí te animamos a seguir soñando relatos.
Han participado como jurado; Carlos Garsán, periodista; Miguel Ángel Jordán, escritor;Juan Ignacio Poveda, escritor; y Cristina Celda, Directora de la Fundación Mainel.
El jurado ha valorado los relatos no sólo por su calidad literaria, sino también por los valores de solidaridad y justicia que reflejan. Adjuntamos el fallo:
El jurado del 19º Premio de Cuentos Fundación Mainel ha decidido que los relatos premiados en esta edición sean:
Sección estudiantes de 1º y 2º de Secundaria | |||
Primer Premio | |||
Ángel Abadia Morón | Pina del Ebro | IES Benjamin Jarnés | |
Segundo Premio | |||
Cristina Aliaga Guillén | Zaragoza | Colegio Sansuena | |
Tercer Premio | |||
Carlota Parrilla Moreno | Alicante | Colegio de Fomento Altozano | |
Mención de honor | |||
Beatriz Silva Gascó | Valencia | Vilavella | |
Sección estudiantes de 3º y 4º de Secundaria | |||
Primer Premio | |||
Rubén Bracero Salvat | Mataró | Escola GEM | |
Segundo Premio | |||
Alba Ramirez Cantalejo | Castellón | IES Politecnic | |
Tercer Premio | |||
María Ruiz de la Cuesta Vela | Cizur Menor | Miravalles | |
Sección Bachillerato | |||
Primer Premio | |||
Raquel Ávila Piñuel | Madrid | Colegio Fundación Caldeiro | |
Segundo Premio | |||
Juncal Concejo Giner | Valencia | Santo Tomás de Villanueva | |
Tercer Premio | |||
Sergio Cloquell Soria | Gandia | Colegio Los Naranjos |
LA MAREA
‹‹Tristes armas si no son palabras; tristes, tristes.
Tristes hombres si no mueren de amores››.
“Tristes guerras” (Miguel Hernández)
Si estás leyendo esto es porque de entre todos los libros que poseías a tu alcance, has escogido aquel de tapas moradas y gran extensión, abandonado en el estante más aislado de la librería; has retirado la contraportada y, si no me equivoco, has encontrado esta carta escrita a mano y con mala letra.
La elección de esta obra para manifestar al fin aquello que me desasosiega no fue al azar. La escogí porque pertenece a una joven poeta cuyos escritos me cautivaban desde el momento en que posaba sobre ellos mi mirada. Antes, claro, de que la guerra arrasara con las palabras atrevidas de todo aquel que se arriesgara a levantar la pluma, dejando la huella de una tempestad.
Durante un tiempo, en la gestación de las primeras batallas, los artistas no tomábamos en serio todo aquello de las políticas de precaución, que contaban sandeces como la prohibición del arte para conservar la cultura nacional; al menos hasta que la guerra terminara. Comencé a pasar horas contemplando la playa porque, si volvía atrás la cabeza, me encontraría con la sangre derramada reclamando la paz desde el asfalto. A veces escribía, con más cuidado que ilusión, los recuerdos que conservaba de aquel mundo en paz que conocí.
En ocasiones publicaba en revistas porque aún confiaba en que la humanidad tuviera oídos. Pero tuve que dejar de hacerlo porque me contaron que muchos escritores habían desaparecido, que los periódicos eran amenazados y los artistas, perseguidos por la ley. Con el tiempo, los antiguos carteles que decoraban las calles eran sustituidos por otros nuevos. En ellos se hablaba de lucha, de honor, de victoria. Otros muchos advertían lo que el arte lograba a través de la manipulación, y el riesgo que suponía esto.
-¿Más peligroso el arte que la guerra? –preguntaba cuando me encontraba acompañado. Pero la gente callaba porque entendían que era lo más racional; así que, al final, acabé yo también por guardar silencio.
Fue un proceso lento y casi inaudible por el cual los artistas perdimos la esperanza. Poco a poco, surgieron las dudas sobre la paz y el poder de nuestra vocación, nos dimos por vencidos y abandonamos nuestra lucha. Así, la nación se vio obligada a despedir toda una generación de héroes fallidos.
En cuanto a mí, en ocasiones el deseo de rebeldía me dominaba y después debía destruir mis escritos antes de que cualquiera los encontrase. Pero al final, como la fe me había abandonado y mis padres lo ansiaban desde tiempo atrás, acabé por vestirme de militar y jugar a ser soldado.
Fue un doce de septiembre cuando vinieron a buscarme. Yo me encontraba posado frente al espejo de mi cuarto, contemplando la imagen que se reflejaba en él: un joven de dieciocho años, vestido de militar.
-Eres tú, Noel. Ese de ahí eres tú –cuando cualquier sentimiento de inspiración o añoranza a la escritura acudía a mí, me vestía con mi uniforme y le hablaba al reflejo. Podían pasar horas hasta que lograba auto-convencerme-: ¿Acaso no crees que sea este tu destino? Mírate; el traje te sienta de maravilla. Naciste para ello.
Tres golpes secos en la puerta interrumpieron lo que se había convertido en mi rutina. Como mis padres no parecieron estar dispuestos a abrir, acabé por bajar yo. En el porche de mi casa, dos hombres vestidos con un uniforme similar al mío me esperaban.
-¿Noel Kaep? –preguntó el que exhibía una cicatriz considerable que cruzaba su ceja izquierda. Balanceé la cabeza arriba y abajo a modo de respuesta-. Vamos a dar un paseo.
Aún no comprendo por qué el pánico no se apoderó de mí. Había oído hablar de aquellos paseos. En los libros de historia se hablaba de ellos como de un recurso de cualquier guerra, útil para silenciar a todo aquel que se opusiera. Unos militares venían a buscarte a casa, el bar, o donde fuera que te encontraras, te proponían pasear y, al final, tu cadáver fusilado terminaba en alguna fosa común de la zona. Aquel había sido el destino de otros muchos artistas, como Lorca.
-Claro –contesté, y me encogí de hombros. Encendí un cigarro y comencé a enumerar cuántos me daría tiempo a fumar antes de morir. Hacía tiempo que dejé de contar el tiempo en minutos, y comencé a hacerlo en tabaco. Resultaba mucho más efectivo.
Caminamos un rato en silencio, adentrándonos a poco en el barrio marginal de la ciudad. Era una zona casi derruida, repleta de polvo de ladrillo y un olor putrefacto. El viento soplaba fuerte, y me resultaba complicado andar sin tropezar con alguna piedra del trayecto. De vez en cuando comentaban algo y volvían a guardar silencio. Yo me dedicaba a contemplar las pinturas de las paredes; obras anónimas realizadas por artistas que aún creían en la humanidad. En ellas, se representaban niños jugando alegres en la playa, armas ardiendo y un trillón margaritas, la flor de la esperanza, creciendo de entre las ruinas.
Se detuvieron frente a un edificio medio derrumbado que dejaba ver desde fuera algunas de las viviendas vacías, muros de madera y tuberías destrozadas y oxidadas. Ni siquiera quedaba una puerta a la que llamar o una ventana por la que contemplar la calle.
-Quédate con él –le ordenó el hombre de la cicatriz al otro soldado. Se descolgó el fusil del hombro y se adentró en el interior del edificio. Traté de seguirle para averiguar qué pretendía encontrar, pero el otro me detuvo:
-¿A dónde va? ¿Qué esconde este lugar? –pregunté confundido. El tercer cigarro resbaló de entre mis labios y me privé de encender un cuarto. El soldado no contestó; en lugar de ello, me dedicó una mirada de aversión. El miedo y el desconcierto componían un océano en el que sentía ahogarme con lentitud. Los segundos transcurrían y el silencio inducía la subida de la marea.
Estallaron entonces los gritos en el interior del edificio. Se escuchaban golpes, súplicas, órdenes y, en una ocasión, un disparo y un sollozo desarraigado. Me di la vuelta a tiempo para contemplar un grupo de personas cruzando la entrada agarrándose la nuca, seguidos por el hombre de la cicatriz.
-Artistas –escupió mientras se arrodillaban-. Deshonra.
Alcancé a ver únicamente las ropas desgarradas y el cabello enmarañado y sucio de polvo de los tres varones y dos mujeres que ahora suplicaban clemencia. El soldado de la cicatriz gritaba y, entonces, el otro se posó ante mí y me entregó su arma.
-Demuestra a tu patria de qué lado estás –sugirió. Contemplé un instante el fusil entre sus manos, sin atreverme a cogerlo-: Dispara.
-No –murmuré tras dudarlo un instante. El hombre me asestó entonces un repentino golpe en el estómago. Un dolor cortante recorrió mi cuerpo y caí de rodillas al suelo, agarrando mi abdomen. Inspiré una bocanada de aire. La marea se alzaba. Me estaba ahogando. Me ahogaba.
-Es una orden, idiota. Su vida o la tuya y la de tu familia –proclamó el chico en voz en grito. Lanzó el arma al suelo, junto a mí, y esperó mi reacción.
Cuando hube recuperado el aliento, blandí el fusil entre mis brazos y me levanté. Yo era soldado y aquel era mi deber. Sería la primera vez, pero no la última. Había llegado el momento de ser audaz.
Me acerqué a mi primera víctima; una chica arrodillada que sollozaba y balbuceaba algunas palabras incoherentes de súplica. El cabello desgreñado ocultaba su rostro, y se cubría la cabeza con las manos a modo de defensa.
-Levanta la mirada –ordené. La joven tardó poco más de un instante en alzar la cabeza y atreverse a mirarme a los ojos. Un grito ahogado escapó de entre mis labios, y el arma casi resbaló de mi mano. Nicole también pareció caer en la sorpresa cuando me advirtió.
-Noel… -tartamudeó. Las lágrimas que resbalaban bajo sus ojos cesaron y quedó un rastro blanquecino entre la suciedad que le cubría el rostro. Contuve la respiración. Nicole no solo era la autora del libro que has decidido ojear antes de encontrarte con mi nota. Me gustaría decir que era una especie de diosa, pero no. Si Dios se hubiera encontrado arrodillado ante mí no hubiera dudado en apretar el gatillo. Ella era mucho más, un fantasma del pasado que había llenado con una parte de ella, una parte de mí. Y ahora me estaba rogando; a mí, que tan solo tenía un arma.
-¡Silencio! –gritó uno de los soldados, pero el miedo se había esfumado. En su lugar, mi conciencia regresaba para contemplar a Nicole una última vez. Reuní entonces la poca valentía que me quedaba y me aventuré, sin ningún preámbulo, a posar mi mirada sobre la suya. Creo que sus ojos fueron el mejor espejo donde pude verme reflejado. Entendí entonces que yo no era aquel idiota vestido de militar. No, yo era un escritor que había perdido la fe.
Qué fácil hubiera sido en aquel momento colocarme el fusil bajo la barbilla y apretar el gatillo, pero aún quedaba en mí un deseo de trascendencia que me lo impedía. Y tampoco podía matar a Nicole, ahora que la había recuperado. Así que tan solo esperé, como llevaba meses haciendo.
Y entonces ocurrió algo increíble. Fue Nicole quien tomó la iniciativa. Observó en el suelo, frente a sus ojos, una margarita creciendo de entre el polvo. La desclavó con cuidado, inspiró hondo y se puso en pie con tal ligereza que no me hubiera sorprendido que alzara el vuelo. No pronunciamos ninguno palabra alguna mientras colocaba la flor en el cañón del fusil.
Bajé el arma, símbolo de rendición, y cerré los párpados aguardando el disparo que nos arrebatara la vida. Pero sentí entonces en mis labios el contacto de otros conocidos. Fue un instante tan efímero que apenas tuve tiempo de reaccionar, pero despertó algo en mí que hacía tiempo que estaba dormido. Al abrir los ojos, encontré el rostro de Nicole y, tras ella, un muro de piedra en el que alguien escribió una vez: ‹‹La esperanza es lo último que se pierde››.
Me volteé con miedo para mirar a los soldados, pero no les encontré. En su lugar, los artistas se levantaban del suelo y se secaban las lágrimas con lentitud.
-Se han marchado –confirmó uno de ellos, señalando el camino por el que habíamos llegado. Me giré y contemplé el rostro sosegado de Nicole. En las ventanas del resto de edificios derruidos, comenzaron a asomar algunos de los otros artistas refugiados de la zona, que habían contemplado la escena. Uno de ellos gritó, izando su puño como bandera. Pronto, el resto de vecinos alzó también la voz, acompañándole. Sus aullidos desarraigados se convirtieron en un cántico de victoria. Celebraban lo que ahora todos sabemos; que aún queda esperanza para la paz. Que podemos calmar la marea.
Es por eso que hoy, nueve días después, me he decidido a escribir esta carta en una obra que solo los poetas leerían. He de evitar que a cualquier otro artista le abandone también la fe. Decía el filósofo David Hume que, sin la esperanza, cualquier religión se derrumbaría. Bien, he aquí mi mensaje: sin la esperanza, sería la humanidad la abatida.
Aún nos queda algo que hacer.